Héroes
1-1-12
Solo había estado fuera (forma extremadamente eufemística de referirse al hecho de que se había tirado delante de un tren y muerto aplastado, con sus huesos triturados y los órganos vitales distribuidos artísticamente por las vías o pegados a las ruedas del tren en forma de grumos sanguinolentos, para luego ser trasladado a una morgue donde el médico forense encargado de examinar los trozos de su anatomía que se habían podido extraer del intrincado laberinto de cables y hierros de la parte inferior del vagón delantero tuvo que contener las ganas de vomitar ante el dantesco espectáculo que suponía la masa de sangre coagulada, astillas de hueso y carne picada que tenía ante si) durante algunos meses, cuatro para ser más precisos. Pero se sentía extraño, desubicado y fuera de lugar, como una pornostar en una guardería. El aire contaminado con olor a carburante y a basura era el mismo, los autómatas de cara pétrea y andar huidizo y apresurado que deambulaban por la ciudad idénticos, y hasta los yonkis de mirada vidriosa y suplicante seguían tirados en los sitios de siempre. La vieja puta de nombre Madrid era una copia exacta de la ramera que había dejado atrás. Pero, parafraseando a cierto chileno que tenía algo de habilidad a la hora de hacer sencillas rimas y ripios, él, el de entonces, ya no es el mismo.
O al menos eso era lo que pensaba David Pino, varón, dieciocho años (a pocos días de los diecinueve, si hacemos caso omiso al pequeño paréntesis que supuso en su reloj biológico el estar a tres metros bajo tierra), con cerca de doscientos polvos, quinientos canutos, incontables botellas de absenta y una resurrección de entre los muertos estilo Lázaro (quizás en un futuro podría hacer una en plan extra de The Walking Dead) encima de sus juveniles hombros. Y cuando alguien como Pino (media de aprobados raspados en Lengua desde primero de Primaria hasta segundo de Bachillerato) empieza a citar a Pablo Neruda, así sea para sus adentros, es que algo no marcha como debería.
Aunque, en realidad, Pino se sentía realmente bien. Eufórico incluso. Hacía mucho tiempo que no se encontraba tan lleno. El cielo azul del primer día del año 2012 invitaba a cursilerías Disney (Pino se encontró varias veces sopesando la idea de ir al Retiro y cantar con los pajarillos cual Blancanieves de metro ochenta y barba de tres dias) e incluso el aire frío que se colaba por los huecos de su ropa le despertaba y llenaba de energía. Y por si fuera poco, acababa de montárselo con la persona de la que estaba enamorado y por la cual (si bien de forma indirecta) se había visto envuelto en actividades tan poco saludables como el consumo desmesurado de alcohol, sustancias estupefacientes y varias toneladas de hierro [*N. del A.: Si, mis queridos lectores cortitos de mente, esto va por lo del tren]. Pero todo lo malo daba igual ahora. El futuro se abría brillante ante el.
Mandaba cojones. La gente normal enderezaba su vida cortando una relación dolorosa, quitándose de un trabajo que detestaban y amargaba sus vidas o mandándolo todo a tomar por culo y alistándose a la Legión Extranjera. El no. El se tenía que tirar delante de un tren de una forma que mezclaba a partes iguales el romanticismo brutal y desgarrador de Espronceda escribiendo La Desesperación con el melodramatismo acaramelado y hollywoodiense de Rose en las escenas finales de Titanic, para luego ser devuelto a la vida porque la persona que amaba había decidido acordarse de el. Mandaba cojones.
Pino levantó la mirada, dejando que se perdiera entre entre el perfil de los edificios y el azul del cielo, buscando atentamente algún ojo enorme que de pronto desapareciese al ser descubierto. Todo estaba siendo demasiado absurdo (y eso en la vida de alguien acostumbrado a cosas tan normales como que sus padres murieran asesinados cuando tenía cuatro años es decir mucho) como para pretender que vivía en el mundo real. Posiblemente fuera la fantasiosa creación de algún lunático con demasiado tiempo libre que se entretenía narrando su historia y se divertía inventando nuevas putadas y retos que cruzar en su camino. Y ahora Pino había decidido encontrar a su autor y preguntarle, no sin antes expresarle su opinión sobre su muerte bajo las ruedas del tren en forma de un amistoso gancho de derecha, si veía futuro a su relación con Sandra (quizás no es la pregunta más filosófica o trascendental que se le puede hacer a tu creador, pero recordemos que acaba de volver de entre los muertos, echar un polvo con su media naranja y, a juzgar por el tamaño de las pupilas con las que me busca entre la silueta del Corte Inglés de Goya y la del edificio residencial aledaño, también acaba de meterse entre pecho y espalda un porro bastante grueso, así que no seamos demasiado severos con el).
Tras una hora mirando embobado el cielo dando vueltas por el barrio Salamanca, lo que motivó que una pareja de municipales de paisano comenzaran a seguirle, Pino se dio por vencido y se dirigió a la parada de Metro más cercana con intención de volver a Vallekas. La borrachera de felicidad se le había pasado ya, y la resaca trajo consigo de vuelta el dolor. Un dolor infinitamente más suave que en los momentos anteriores a su suicidio, pero bastó para borrar la drogada sonrisa de su cara y sustituirla por su habitual expresión triste y algo hostil.
No pudo evitar estremecerse, tratando de resistir el impulso que le llevaba a huir hacia las escaleras mecánicas, cuando el metro se detuvo chirriando en las vías enfrente de él. Reuniendo todo su aplomo entró en el féretro metálico, ya bien cargado de muertos de diversas edades, sexos y razas.
El Príncipe
sábado, 7 de enero de 2012
viernes, 6 de enero de 2012
Fuego
Villanos
25-08-11
Las heridas del cielo nocturno iluminaban tenuemente los árboles y las rocas del bosque, derramando la brillante sangre de la bóveda celeste sobre la tierra. Una suave brisa agitaba las hojas en sus ramas, haciendo que cantasen los coros de la ópera que entonaban las lechuzas. El susurro del agua al acariciar las rocas, lisas tras siglos de húmedo matrimonio con el río que las recorría, hacía las veces de acompañamiento instrumental para el improvisado concierto. Una cascada cercana rompía groseramente la armonía, haciendo restallar sin ninguna consideración su helado caudal contra los peñascos de su base. Y sobre uno de esos riscos, una figura vestida con una empapada túnica negra meditaba sentada en la postura del medio loto. Ignorando el torrente que golpeaba insistentemente su espalda y el frío invernal que amenazaba con comenzar a congelar los pliegues de su ropa, murmuraba una letanía que se repetía cada pocos segundos. Ningún otro movimiento perturbaba sus facciones que no fuera el de sus labios.
25-08-11
Las heridas del cielo nocturno iluminaban tenuemente los árboles y las rocas del bosque, derramando la brillante sangre de la bóveda celeste sobre la tierra. Una suave brisa agitaba las hojas en sus ramas, haciendo que cantasen los coros de la ópera que entonaban las lechuzas. El susurro del agua al acariciar las rocas, lisas tras siglos de húmedo matrimonio con el río que las recorría, hacía las veces de acompañamiento instrumental para el improvisado concierto. Una cascada cercana rompía groseramente la armonía, haciendo restallar sin ninguna consideración su helado caudal contra los peñascos de su base. Y sobre uno de esos riscos, una figura vestida con una empapada túnica negra meditaba sentada en la postura del medio loto. Ignorando el torrente que golpeaba insistentemente su espalda y el frío invernal que amenazaba con comenzar a congelar los pliegues de su ropa, murmuraba una letanía que se repetía cada pocos segundos. Ningún otro movimiento perturbaba sus facciones que no fuera el de sus labios.
La figura se irguió repentinamente, con los mechones de pelo mojado pegados a su frente y una mirada aún más glacial que el aire que le rodeaba en sus ojos castaños. Saltando de roca en roca, comenzó a reunir energía en la punta de sus dedos, que pronto empezaron a arrojar chispas hacia los lados. Todo su cuerpo y su mente estaban concentrados en aumentar paulatinamente la fuerza de las llamas que brotaban de sus manos al tiempo que evitaba resbalarse en los suaves contornos de las rocas y precipitarse hacia una muerte segura. Cuando toda la extensión de sus brazos estuvo recubierta de crepitantes lenguas de fuego, llegó de un único y gran salto a la orilla, volviéndose de cara a la alta cascada en el proceso. Antes de que sus pies tocasen el suelo embarrado dirigió sus ígneas fuerzas contra la rugiente masa de agua. Densas nubes de vapor ocultaron a la figura, y solo el resplandor anaranjado de la neblina revelaba que las llamas seguían golpeando inclementes la pared de la catarata. Durante casi quince segundos, el fuego continuó enfrentándose al río, hasta que con unas últimas y débiles llamaradas capituló ante su húmedo enemigo. El vapor flotó en el aire algunos instantes antes de diluirse entre la corteza de los árboles. La figura reapareció entonces, de rodillas sobre el lodo, mirando fijamente la cascada. Las rocas sobre las que fluía la cortina de agua estaban ahora ennegrecidas, pero eso poco importaba. La cascada había vencido. El agua había triunfado sobre él una vez más.
Se levantó con los puños cerrados y apretando firmemente la mandíbula, sin apartar los ojos del insulto acuático que con sus chapoteos se burlaba del titánico esfuerzo que había llevado a cabo. Contuvo un bramido de rabia en la garganta, y tras masajearse las sienes brevemente, sus ojos se calmaron y dejaron de declarar su odio a la catarata. Dio media vuelta y con ademán indolente se dirigió hacia el Land Rover negro que había dejado aparcado junto a uno de los numerosos caminos de ruta que serpenteaban por las laderas de la sierra. En el horizonte, los miles de pequeños y amarillentos ojos de Madrid observaron en silencio como Pyros encendió el motor del coche antes de sumergirse en la carretera.
El Príncipe
El Príncipe
Suscribirse a:
Entradas (Atom)